Cuando
estamos inquietos por algo que va a ocurrir, sobre todo por el resultado de un
proyecto, de un acontecimiento, a menudo desperdiciamos la existencia suponiendo
todo tipo de posibilidades, una infinidad de “si”, cualquier eventualidad, como
si quisiéramos prever consecuencias, reacciones, efectos colaterales. ¡Pérdida
absoluta de tiempo!
Cualquiera
que sea la cuestión, el problema, la situación, se nos escapan inevitablemente elementos,
a menudo banales, que determinan el desenlace.
De
chavalita me gustaba hacer planes, soñar con los ojos abiertos y me divertía
haciendo conjeturas: “Si hago esto, podría suceder esto, esto otro o lo de más
allá”, me decía. Y proseguía: “Si luego
se cumple alguna de las hipótesis, entonces pensaré que había pensado ya en
ello, lo había previsto. Es más, que había pensado incluso en el hecho de
haberlo pensado antes”. Y seguía y seguía hasta agotar todos los tiempos
verbales y hasta casi enloquecer. “¡Basta, basta! -me decía-. Si persisto en
estas cavilaciones moriré, no dejaré alternativa alguna a la vida ni a la
casualidad”. Me asustaba y entonces abandonándome a consideraciones más ligeras,
recobraba la calma.
A
este tipo de juicios les había adjudicado incluso una denominación: “Pensamientos
en perspectiva o de espejo en el espejo” porque se multiplicaban hasta el infinito
como un espejo frente a otro.
Sin
embargo, aunque hubiese calculado tantísimas opciones, llegado el momento, el
hecho se desarrollaba siempre de forma totalmente imprevista y esto, lejos de enojarme,
me alentaba, me quitaba un gran peso de encima, el peso del control absoluto
sobre la vida y no pocas veces la sorpresa además resultaba grata.
Era
una práctica agotadora que me sirvió, no obstante, para determinar mi carácter.
Abandoné para siempre los “si hiciera” y en especial los “si hubiese hecho”.
Desde entonces pienso, reflexiono y luego me abandono entre los brazos de la
Fortuna, esperando que sea siempre para bien. Y casi siempre va todo viento en
popa.
Cuando,
por el contrario, las cosas salen al revés, acepto sumisa la derrota porque sé
que de otra manera me volvería soberbia y vanidosa.
Ahora
bien, hay dos “si” que me he guardado en el corazón: “Si quieres” y “Si” de
Rudyard Kipling.
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