¡Cuánto se han
burlado de nuestros besos! Ensordecedores como una mascletá, los labios
ametrallando cariño: mupch, mupch, mupch, mupch, mupch. Generalmente en series
de cinco, a veces en las mejillas, a veces en los ojos, a veces en la frente. Besos congénitos,
heredados quizá de la abuela paterna que no conocí pero que dejó como legado
una estela de ternura sonriente.
Mi padre no pasaba de puntillas, era festivo su tono; su aspecto jovial y ruidoso, con los bolsos llenos, como su corazón, de sueños y caramelos: “toma un cigarro” -decía- y te daba un caramelo o un puñado. Siempre eran de menta y a menta olía él, todos olemos a menta en esta familia. ¡Cuántos lo recuerdan asociado a los caramelos! Era espléndido en todo lo que tenía: cariño, tiempo, galantería, disponibilidad.
Mi padre no pasaba de puntillas, era festivo su tono; su aspecto jovial y ruidoso, con los bolsos llenos, como su corazón, de sueños y caramelos: “toma un cigarro” -decía- y te daba un caramelo o un puñado. Siempre eran de menta y a menta olía él, todos olemos a menta en esta familia. ¡Cuántos lo recuerdan asociado a los caramelos! Era espléndido en todo lo que tenía: cariño, tiempo, galantería, disponibilidad.
En su fuero interno,
no acabó nunca de jubilarse, siempre tenía mucho que hacer. Se quedó, sin
embargo, con algunos sueños por cumplir, pero decía que mi madre y sus hijos
éramos su mayor capital.
A veces me piropeaba: “Estás hecha un primor… Pero nunca llegarás a tu madre” y a mí me encantaba, tanto como cuando, sin motivo alguno, se presentaba con rosas recogidas para ella de mil rosales, la
saludaba diciendo “¡Preciosa!” y le disparaba cinco besos en la mejilla. En los
últimos años pasaba largos ratos contemplándola como si tuviera miedo de no
volverla a ver al día siguiente.
Le enorgullecía su familia, derrochaba satisfacción. “¡Qué bien vives!” -le repetían continuamente. Y él siempre respondía “ya vamos quedando pocos”.
Le enorgullecía su familia, derrochaba satisfacción. “¡Qué bien vives!” -le repetían continuamente. Y él siempre respondía “ya vamos quedando pocos”.
Despertó
envidias por saber disfrutar de cualquier nimiedad y siempre tuvo una mano para
sostener una puerta o subir la compra a un anciano y una sonrisa para todos.
Fue mi
taxista incondicional, me llevaba diligente a la estación o me iba a buscar cuando yo volvía a
casa, de buen grado, tan contento, y casi como un novio, no se
iba hasta que no salía el tren o el autocar.
Azules como el
cielo eran sus ojos, como los mares cristalinos, como la felicidad, esa que resumía
en un papel, encontrado entre sus cosas, su vida: “setenta y seis felices años”.
Mi padre era música, la Marcha Radetzky de Strauss en el concierto de Año Nuevo en Viena, aplaudiendo besos en lugar de palmas. Se nos ha acabado el concierto y nos hemos quedado sordos de silencio, de besos, con el perfume de menta flotando en el aire.
Mi padre era música, la Marcha Radetzky de Strauss en el concierto de Año Nuevo en Viena, aplaudiendo besos en lugar de palmas. Se nos ha acabado el concierto y nos hemos quedado sordos de silencio, de besos, con el perfume de menta flotando en el aire.